La vida es una mudanza que dura un dato. Ése que mide la distancia entre tu primera clínica y tu último hospital. Todo lo que te ocurra en medio, te ocurrirá entre la única vez que no ingreses por tu propio pie y la única vez que ya no haga falta que te den el alta. Y mientras tanto, pues nada, ahí estás, entrado y saliendo de vez en cuando, algunas por prevención, otras por sorpresa, otras por prescripción, la mayoría con miedo.
El caso es que escribo esto sentado sobre una de las cuarenta y pico cajas que contienen todo aquello que me ata, me lastra y, de algún modo, me posee. El caso es que escribo esto desde la diferencia entre lo que algún día tuve y lo que ya perdí, en definitiva, escribo esto apunto de mover todo lo que algún día decidí mantener. Y es que cuando te mudas, la memoria se cosifica. Todos tus recuerdos, emociones y sentimientos cristalizan en tres tipos de objetos.
En primer lugar están las cosas que creías tener. Las cosas que creías tener poseen un tamaño expansivo directamente proporcional a su velocidad, y si no, comprueba lo poco que ocupaban hasta el momento en el que decidiste cambiarlas de lugar. Si en algún arrebato de propiedad creíste que eran tuyas, vete preparando para desprenderte de las primeras candidatas a abandonarte y desaparecer por el trayecto. Son las cosas más parecidas a las personas, las echarás de menos sólo cuando ya sea demasiado tarde.
En segundo lugar figuran las cosas que creías haber perdido. Las cosas que creías haber perdido tienen hoy la misma utilidad que las amantes de un marido enamorado en su noche de bodas. Es decir, ninguna. Fueron necesarias en su momento, seguramente reemplazadas por otras que tenías más a mano,. y relegadas más tarde a una incómoda posición de la que hoy tienen difícil salida. Por no decir, de nuevo, ninguna.
Por último, están las cosas que ni siquiera sabías que alguna vez tuviste. Son cosas que jamás has necesitado. La pregunta está más que clara. Si has vivido todos estos años sin ellas, para qué las guardas. Si jamás las echaste de menos, por qué las mantienes. Aquí nos suele asaltar algún tipo de valor absurdo e inexplicable que atribuimos al objeto, tasándolo sentimental o económicamente, sin que todo ello tenga demasiado sentido. Creemos que ses valor no puede ser desperdiciado y acabamos guardándolo de nuevo, en un por si acaso, en un vete a saber.
Meter tu pasado en una caja te da cuenta de lo frágiles que llegamos a ser. Lo dependientes que somos de lo que fuimos. Lo ingenuamente libres que nos pensamos. Lo mucho que deberíamos descomprar. O deshacer. O descubrir.
Quizá por eso la mudanza siga constando, año tras año, entre las principales causas de separación. Colisión múltiple de estrés, frustraciones, ataduras e incompatibilidades, todo junto en un camión, rumbo a ninguna parte. O quizá no. En fin, da igual.
Lo que tengo claro es que hoy toca inventario de souvenirs para este único viaje de ida, que es mi existencia.
Hoy declaro diferencias entre esos 20 metros cúbicos y yo.
Hoy nada pesa lo que realmente ocupa.
Hoy todo en caja.
- Risto Mejide