"¿Recuerdas una tarde que estuvimos en ese bar que no me gusta, en
Foncalada,
entre viejos que leían periódicos temblones y una mujer absurda
merendando.
Y tú firmabas sobre una servilleta, una vez y otra vez, una vez y otra
vez, como una autómata, silenciosa y mecánica.
Era cualquier enfado. No recuerdo ni cuándo sucedió.
Pero mi miedo y yo fingíamos mirar algo muy importante, un cartel,
nada, más allá de la barra o en la puerta,
para no ver el signo multiplicado de tu soledad,
esa oscura manera en que tú te afirmabas sobre un mundo inseguro
que te daba la espalda.
Hoy confundo esa imagen y esa tarde con estos otros días, hostiles, en
la crisis de lo nuestro;
tu soledad de entonces, mi impotencia
con otra confusión de los dos juntos y a solas, como extraños, sin nada
que decir.
Y ya no sé ordenar los trozos que componen el mapa de tú y yo
queriéndonos en días que preserva el recuerdo, yendo a sitios, charlando,
o en la cama, desnudos, conociéndonos bien.
Sólo somos pareja:
el vínculo por el que nos asocian los demás.
Toda unión alimenta algún monstruo pequeño e invisible que formula preguntas.
Será porque creamos una identidad nueva, postiza y de los dos,
y no somos nosotros sino ese monstruo insomne a cuyo ritmo nos acomodamos.
¿Qué dice el monstruo de esto?
Querernos ignorándolo todo, sin intrusos,
la naturalidad de las cosas sencillas que hacemos tan bien,
parece formar parte de todo lo que escapa muy despacio,
como un barco se aleja de la rada o como se acumulan días indiferentes tras un aniversario.
Como una edad o un sueño
desprendido, olvidado en soledad.
Y de qué nos sirve el mundo demasiado real al que nos sujetamos por
sistema.
Las cifras y los libros, la gente que discute en alta voz sobre todas
las cosas que en la vida no son nunca casuales;
compromisos, las leyes que son nada en el reino ruidoso del amor.
Todo grave, explicado civilizadamente,
con la noción exacta de lo que puede hacerse y lo que no, de lo que
hay que decir y no decir.
¿Nos hizo más felices?
¿Es más digno hablar tanto, tener gustos complejos y gastar el dinero
con prudencia según dónde y con quién?
¿Dónde estamos aquellos que pudieron amarse con palabras sencillas?
El final de un amor es un nuevo reparto de papeles.
Por eso me he acordado de esa tarde en un bar, entre desconocidos
(como nosotros), solos, con nuestra cobardía y nuestro miedo,
mientras tú te buscabas a ciegas, confundiéndote, en la foto borrosa de
ese grupo de tres que hemos sido tú y yo,
y yo buscaba y busco todavía
un culpable -una excusa- más allá de nosotros,
por si ya no nos salvan ni razones ni besos y hay que enterrar al
monstruo
y dar explicaciones a parientes y amigos"
Foncalada,
entre viejos que leían periódicos temblones y una mujer absurda
merendando.
Y tú firmabas sobre una servilleta, una vez y otra vez, una vez y otra
vez, como una autómata, silenciosa y mecánica.
Era cualquier enfado. No recuerdo ni cuándo sucedió.
Pero mi miedo y yo fingíamos mirar algo muy importante, un cartel,
nada, más allá de la barra o en la puerta,
para no ver el signo multiplicado de tu soledad,
esa oscura manera en que tú te afirmabas sobre un mundo inseguro
que te daba la espalda.
Hoy confundo esa imagen y esa tarde con estos otros días, hostiles, en
la crisis de lo nuestro;
tu soledad de entonces, mi impotencia
con otra confusión de los dos juntos y a solas, como extraños, sin nada
que decir.
Y ya no sé ordenar los trozos que componen el mapa de tú y yo
queriéndonos en días que preserva el recuerdo, yendo a sitios, charlando,
o en la cama, desnudos, conociéndonos bien.
Sólo somos pareja:
el vínculo por el que nos asocian los demás.
Toda unión alimenta algún monstruo pequeño e invisible que formula preguntas.
Será porque creamos una identidad nueva, postiza y de los dos,
y no somos nosotros sino ese monstruo insomne a cuyo ritmo nos acomodamos.
¿Qué dice el monstruo de esto?
Querernos ignorándolo todo, sin intrusos,
la naturalidad de las cosas sencillas que hacemos tan bien,
parece formar parte de todo lo que escapa muy despacio,
como un barco se aleja de la rada o como se acumulan días indiferentes tras un aniversario.
Como una edad o un sueño
desprendido, olvidado en soledad.
Y de qué nos sirve el mundo demasiado real al que nos sujetamos por
sistema.
Las cifras y los libros, la gente que discute en alta voz sobre todas
las cosas que en la vida no son nunca casuales;
compromisos, las leyes que son nada en el reino ruidoso del amor.
Todo grave, explicado civilizadamente,
con la noción exacta de lo que puede hacerse y lo que no, de lo que
hay que decir y no decir.
¿Nos hizo más felices?
¿Es más digno hablar tanto, tener gustos complejos y gastar el dinero
con prudencia según dónde y con quién?
¿Dónde estamos aquellos que pudieron amarse con palabras sencillas?
El final de un amor es un nuevo reparto de papeles.
Por eso me he acordado de esa tarde en un bar, entre desconocidos
(como nosotros), solos, con nuestra cobardía y nuestro miedo,
mientras tú te buscabas a ciegas, confundiéndote, en la foto borrosa de
ese grupo de tres que hemos sido tú y yo,
y yo buscaba y busco todavía
un culpable -una excusa- más allá de nosotros,
por si ya no nos salvan ni razones ni besos y hay que enterrar al
monstruo
y dar explicaciones a parientes y amigos"
- Jose Luis Piquero